Kinefall (T1) - Todas las almas de Ripfort (1/X)

Como cada mañana, las serpenteantes calles de la ciudad de Kinefall, capital del Imperio, se llenaban de vida dejando ver el crisol de culturas y tradiciones que tejían la bulliciosa urbe. Algunos muchachos gritaban las noticias de los principales diarios, mientras los primeros carruajes de vapor comenzaban a moverse entre los majestuosos edificios que, poco a poco, iban dejando morir las luces de sus fachadas.

En los canales de la ciudad, los jardines flotantes recibían a los primeros ciudadanos que hacían un alto de camino a sus trabajos para ojear los diarios, sentados en algún banco mientras la fragancia de las flores les envolvía. Al rededor de estos bellos islotes, pequeñas embarcaciones se movían con perezoso ritmo transportando personas o mercancías.

Los mercados abrieron sus puertas, rebosantes de vida, ofreciendo productos exóticos y artefactos fascinantes al mismo tiempo que los cafés se llenaban de risas y música ya a primera hora de la mañana. Hacía menos de una década, las ahora habituales conversaciones sobre política o la diversidad sexual de Kinefall hubiesen sido impensables bajo el reinado de Junius V, padre de la actual soberana Marietta III.

Por suerte, poco después de asumir el trono, la reina Marietta había delegado gran parte de su poder, dejándolo en manos del Parlamento. Como era de esperar, había encontrado bastante resistencia entre la vieja nobleza, pero el apoyo de la burguesía junto con el de algunos jóvenes nobles había sido vital para que el Imperio transicionase hacia una monarquía parlamentaria.



Gertie Catchpole caminaba con determinación, atravesando el mar de mesas que era la terraza de uno de estos cafés. Vestía su habitual mono de trabajo, con el cinto de herramientas a la cadera. Trabajaba como mecánica e ingeniera en el puerto de Mermaid Harbor, y llegaba algo tarde a su puesto. Era una muchacha joven, de cabello castaño y ojos azules que lucía unos bellos pendientes de oro que no casaban para nada con su ropa de trabajo, al igual que aquella rosa que tocaba el recogido de su cabello, tomada de uno de los jardines de la ciudad algunos minutos antes.

Miró a la derecha cuando pasaba junto a un callejón, ya en el distrito portuario. Rodeados por una multitud de curiosos, dos gendarmes custodiaban el cuerpo sin vida de un hombre. Según pudo escuchar Gertie de labios de uno de los espectadores, se trataba de un duelista muerto durante una disputa de honor.

Los gendarmes, mejorados con un sinfín de implantes mecánicos de alta tecnología, se mantenían impertérritos mientras aguardaban la llegada de algún investigador. Se decía que los agentes eran más máquinas que humanos, que su auténtica consciencia se iba perdiendo una vez que ingresaban en el cuerpo y comenzaban a sustituir partes de sus cuerpos por mecanismos que les hacían más eficientes. Lo cierto era que nadie los sabía muy bien, ya que los gendarmes solían relacionarse únicamente entre ellos y todo lo que trascendía al respecto eran rumores.

No tardó mucho en hallarse en el bullicioso puerto de Kinefall, rodeada por el estruendo de las maquinarias y los gritos de los trabajadores. El aroma a mar precedió la visión de los primeros navíos, que flotaban en las turbias aguas al tiempo que algunos dirigibles se aproximaban a las plataformas de aterrizaje.

Entre risas, dos de sus compañeros la indicaron que su padre la estaba esperando en la Plataforma 12. Aquellas risas significaban que, a aquellas alturas, su padre ya estaba de bastante mal humor por el retraso de Gertie. Con el gesto contraído en una mueca de disgusto, la muchacha se encaminó hacia el lugar.

Allí estaba Hennery Catchpole, su padre, renegando junto al mecanismo de repostaje de la plataforma. Era un hombre robusto y de pelo canoso, ataviado con un traje de trabajo lleno de rotos y manchas de grasa. Entre improperios, después de reprender a Gertie por su tardanza, la explicó que el mecanismo había sido saboteado y que, si no lo solucionaban pronto, la plataforma quedaría inutilizada al no poder repostar a los dirigibles que se aterrizasen allí.

Hennery sabía perfectamente que su hija era la mejor de los mecánicos del puerto, por eso le irritaba notablemente que fuese tan anárquica en lo relativo a sus horarios. Entre gritos, intentó exponer el problema a Gertie de modo que los demás mecánicos presentes no se percatasen de que, en realidad, no sabía cual era el problema.

Tras un rápido vistazo, Gertie dedujo que el mecanismo que controlaba la presión se encontraba desalineado. De modo que la muchacha tomó alguna de las herramientas de su cinto y comenzó a trabajar en una serie de engranajes. Con precisión quirúrgica, comenzó a ajustar aquí y allá hasta que, minutos después, pudo llevar a cabo una prueba de diagnóstico: un zumbido satisfactorio indicó que el mecanismo de repostaje estaba de nuevo operativo.

Su padre sonreía satisfecho, con los brazos cruzados sobre el pecho mientras los demás mecánicos estallaban en vítores. La muchacha sonrió, algo ruborizada. Luego, se despidió brevemente de su padre para encaminarse hacia la zona de talleres, donde la aguardaba algo más de trabajo.

Los talleres estaban ubicados al sur de las instalaciones portuarias, cerca de un ahora clausurado acceso a los viejos túneles de Kinefall. Dichos túneles habían sido construidos mucho tiempo atrás, como refugio para los bombardeos de las Guerras Azules. Ahora, se sabía que servían principalmente para el transporte clandestino de mercancías.

Cuando entró en los talleres, encontró a un joven trabajando con entusiasmo en un motor mientras Louie, su mentor y otro de los ingenieros del puerto le observaba con gesto de aprobación. Algunas chispas volaron antes de que el armonioso zumbido anunciase que el motor funcionaba correctamente.

Gertie llegó hasta su área de trabajo, donde la aguardaba un viejo carruaje de vapor, de aquellos que se utilizaban para transportar mercancía desde Mermaid Harbor hasta otros puntos de la ciudad. Comenzó a trabajar en el motor del ingenio mientras silbaba una alegre melodía. Desde su lugar de trabajo, a través del sucio ventanal, podía contemplar la imponente torre de piedra del Observatorio Astronómico, ubicado a las afueras de Kinefall.

La ingeniera estaba afanándose en la reparación del eje del vehículo cuando, de pronto, pudo escuchar un estruendo proveniente del exterior. Presa de la curiosidad, salió de la nave taller, pudiendo ver una columna de humo que se elevaba desde algún punto exterior al perímetro del puerto.

Junto a muchas otras personas, caminó hasta la entrada del puerto. Allí, al igual que el resto de sorprendidos transeúntes, pudo contemplar como varios carruajes policiales se detenían en mitad de la calle, abriendo sus puertas traseras para dejar bajar a una multitud de agentes.



Era casi mediodía cuando la protesta finalizó. Estella Iris posó en el suelo su pancarta y agradeció su asistencia a los demás manifestantes. La joven de cabello castaño y ojos claros formaba parte del Movimiento por los Derechos Ciudadanos, organización que señalaba como insuficientes las medidas hasta ahora tomadas por la Reina y que reclamaba mayores avances hacia una plena democracia.

La Plaza de los Espejos, donde se había llevado a cabo la protesta, comenzó a vaciarse gradualmente. Se trataba de un impresionante espacio público rodeado de altos edificios y plagado de numerosas estatuas de cristal que creaban un hermoso juego de luces y destellos durante todo el día. En el centro de la plaza se alzaba la estatua del rey Perley IV, quien mandase construir la plaza casi un siglo atrás.

Aún no habían salido todos los manifestantes cuando los músicos callejeros comenzaron a tomar la plaza. Los artistas callejeros interpretaban una alegre melodía para los transeúntes, quienes premiaban el talento con algunas monedas sueltas que iban a parar a un viejo sombrero tendido en el suelo.

Caminó unas cuantas calles hacia el café donde había quedado con Lonzo, su hermano. Por el camino, fue abordada por un vendedor ambulante de reliquias, quien le mostró con entusiasmo un surtido de amuletos de pretendido poder sobrenatural que atraían la fortuna. Con amabilidad, Estella pasó de largo.

Tomó asiento junto a su hermano en la terraza de uno de aquellos cafés de Kinefall donde se daban cita aventureros e intelectuales por igual... y últimamente políticos, como le dijo Lonzo con evidente disgusto. Al parecer, hacía poco la mesa contigua había estado ocupada por un grupo de caballeros, nobles seguramente, que no paraban de hablar de política; mostrando su desdén hacia el Parlamento. A Lonzo le repugnaba la política: él solo se ocupaba de su pequeño negocio textil y le importaba muy poco si el Imperio era dirigido por la vieja nobleza o por el Parlamento.

Como de costumbre, los hermanos discutieron por el tema. Mientras que Estella le reprochaba a Lonzo su desinterés por los derechos de los ciudadanos y la necesidad de un avance en estos, este advertía a su hermana de que meterse en política solo le iba a traer complicaciones algún día. De fondo, un aparato de radio ubicado dentro del café dejaba oír algunas noticias sobre el día a día del Imperio sin que nadie prestase demasiada atención.

También como de costumbre, los hermanos se despidieron con un fuerte abrazo. Lonzo se dirigió a su taller mientras Estella se encaminaba al colegió, donde pronto comenzaría su turno de trabajo. Porque Estella era profesora en el Elk Creek School, donde impartía varias asignaturas a alumnos de primaria.

Cuando entró en la sala de profesores, encontró a sus compañeros muy preocupados. Los docentes se mostraban inquietos ya que, al parecer, se estaba produciendo un gran despliegue policial en la ciudad. Por lo visto, la gendarmería había cerrado el puerto y la estación de tren sin dar demasiadas explicaciones.

Algo estaba sucediendo.



Horas más tarde, en una lujosa mansión del exclusivo distrito de Waterside Slul, decenas de miembros de la alta sociedad de Kinefall se reunían para celebrar una animada fiesta en honor a Lord Mervin Eade, que cumplía la nada desdeñable edad de ochenta y cinco años. Los árboles de la mansión habían sido adornados con zarcillos luminiscentes que emitían un suave resplandor azulado.

En los jardines, varias parejas de enamorados compartían bancos mientras contemplaban los árboles, así como los impresionantes murales holográficos que varios artistas contratados por la familia Eade creaban sobre la fachada de la mansión para deleite de los invitados.

Entre los asistentes se encontraba Lord Teophilus Osborne, un caballero bien parecido de elegante bigote y cuidada barba. Teophilus, que vestía a la última moda, portaba un bastón de hermosa empuñadura que escondía una hoja molecular. Interactuaba con el resto de invitados, escuchando las conversaciones de nobles y burgueses mientras aguardaba su momento.

Algunos burgueses estaban preocupados por el repentino despliegue policial en las calles que había tenido lugar durante la mañana. Además, según decían algunos, la gendarmería había tomado las sedes de los principales diarios de la ciudad. Lord Willburn Staff y la empresaria naviera Augusta Fallow, ambos muy buenos amigos de Teophilus, mantenían una discusión algo acalorada con Lord Amos Craig y Lady Ora Welter acerca de la necesidad de “restaurar el orden” en el Imperio... para Teophilus estas discusiones no eran interesantes: sus amigos siempre habían proclamado abiertamente su simpatía por las medidas de la reina, que habían dotado de poder político al Parlamento en detrimento de la nobleza. Lord Willburn y Lady Ora, por otra parte, eran miembros de las viejas familias, y se habían tomado esto aquello como una auténtica afrenta que todavía no habían perdonado casi una década después.

Lo que sí le resultaba interesante a Teophilus era aquella puerta entreabierta que daba al ala este de la mansión. Un par de criados de la casa parecían vigilar el acceso, aunque sin demasiada atención a causa del visible hastío que les consumía. El tropiezo de un camarero que dejó caer su bandeja le dio la oportunidad perfecta: justo cuando la atención de los criados se dirigía al estropicio de la cara cristalería haciéndose añicos, Teophilus aprovechó para escurrirse por la puerta.

El sonido de la fiesta llegaba a sus oídos cada vez más amortiguado según se adentraba sigilosamente en el ala este de la Mansión Eade. Y es que, aparte de su bastón-estoque, Teophilus escondía algún secreto más: tenía una oscura afición por lo ajeno que de ningún modo era fruto de la necesidad, sino más bien del aburrimiento.

Así, este caballero con alma de ladrón, llegó hasta el despacho de Lord Mervin. Allí, con sumo cuidado, retiró el horrendo retrato familiar de algún antepasado no demasiado agraciado para dejar al descubierto la caja fuerte. Tras estudiar las cerraduras con atención durante casi un minuto, extrajo del bolsillo interior de su traje un juego de ganzúas.

Aunque le resultó más complicado de lo que esperaba, logró abrir la caja con un par de manipulaciones de calculada precisión. Con una sonrisa, apartó algunos de los documentos que allí había, así como el papel moneda. Extrajo lentamente el saquito granate y lo abrió, contemplando con admiración el rubí ornamentado que, desde hacía más de cien años, había sido propiedad de la familia Eade.

Tras deslizar el rubí en su bolsillo y volver a dejarlo todo como estaba, Teophilus se dispuso a regresar a la fiesta.

Todavía no había llegado al salón cuando escuchó a la orquesta quedando en silencio, dejando que el murmullo de los asistentes fuese la única música. No le costó demasiado volver a mezclarse entre los invitados, ya que todo el mundo estaba pendiente de la media docena de gendarmes que acababan de irrumpir en la estancia.



Con una encantadora sonrisa, Lafayette Masheck apartó al vendedor ambulante de reliquias. Aunque creía genuinamente que alguno de estos artefactos mágicos o fragmentos de tecnología perdida estaban dotados de cierto poder, no tenía tiempo para investigar: había trabajo.

Lafayette era un tipo joven, de complexión atlética y barba de pocos días. Vestía un traje oscuro bastante sobrio y que no le quedaba del todo a medida. Con pericia, evitó a algunos transeúntes mientras se internaba en una calle transitada que parecía haber quedado cortada al averiarse en ella un carruaje de vapor, bloqueando el tráfico. El conductor, visiblemente frustrado, trataba de reparar la máquina mientras los paseantes se limitaban a mirar o a ofrecer consejos poco útiles.

Aquella calle le llevó al Mercado de las Maravillas, donde se vendían productos exóticos y extraños venidos desde todos los confines del Imperio. Los clientes podían encontrar aquí desde especias raras hasta animales extraños o artefactos tecnológicos. Una rueda de la fortuna giraba lentamente mientras los niños a su alrededor reían y gritaban de emoción a la vez que los comerciantes vendían golosinas y transeúntes avispados intentaban encontrar gangas en los tenderetes.

Llegó al distrito de Misthaig casi al anochecer. Tras echar un rápido vistazo alrededor, se introdujo en un viejo almacén conservero que llevaba años abandonado. Sophía ya estaba allí, aguardándole con una sonrisa. También habían llegado los demás: una decena de hombres y mujeres de aspecto patibulario que, en ese momento, se afanaban en poner a punto el pequeño dirigible oscuro que la banda había bautizado como “Orgulloso Truhán”.

Tras intercambiar las habituales pullas subidas de tono con Sophía, Lafayette se dispuso a supervisar las operaciones de sus hombres. Una vez dispuesto el dirigible, los miembros de la banda comenzaron a equiparse con arneses, cuerda y sus pistolas o escopetas de chispa.

Mientras Lafayette comprobaba su revólver, Sophía se acercó a él para transmitirle sus dudas acerca de si era conveniente llevar a cabo el golpe aquella noche. La mujer estaba preocupada por el hecho de que se hubiese desplegado tanta policía en la ciudad sin motivo aparente. Lafayette sonrió, abrazando después con fuerza a su amiga antes de tranquilizarla diciendo que aquel era un caos inesperado... y que el caos siempre beneficiaba a los audaces.

Algunos miembros de la banda retiraron los paneles que cubrían el techo de la edificación, con lo que el pequeño dirigible pudo elevarse. Sería un trabajo fácil y rápido: solo había que volar hasta el vecino distrito de Wehoot, donde algunas familias nobles estaban almacenando objetos para algún tipo de evento benéfico. La vigilancia del lugar por parte de los hombres de Lafayette había descubierto a un número inusual de vigilantes, lo que les hacía sospechar que allí se custodiaba algo realmente valiosos... quizá la recaudación de alguna colecta caritativa.

Sea como fuere, se trataba de algo que merecía la pena robar.

Llevaban poco tiempo en el aire cuando Sophía le señaló un punto en la distancia: varios dirigibles de la gendarmería eran visibles en el cielo de Kinefall, iluminados por el resplandor de las luces de plasma de la ciudad, que habían comenzado a encenderse hacía rato. Por suerte, la pintura oscura del Orgulloso Truhán, además de se altura de vuelo, ayudaban a mantenerles indetectables de momento ante las aeronaves policiales.

Pero debían ser prudentes.

No tardaron en llegar a su destino, deteniendo la nave a casi veinte metros de altura sobre un pequeño almacén de Wehoot. Las cuerdas negras se descolgaron desde el Orgulloso Truhán hasta el tejado del edificio. Un segundo después, Lafayette y ocho de los miembros de su banda se deslizaron por ellas mientras que Sophía y otros dos hombres aguardaban en el dirigible.

Habían contado una docena de guardias armados con fusiles de chispa, una seguridad imponente para un almacén de un distrito humilde como Wehoot y, sobre todo, para un cargamento benéfico que solía consistir en poco más que alimentos y recursos de primera necesidad: allí había gato encerrado.

Por desgracia para Lafayette y su banda, el descenso sobre el almacén no había resultado tan silencioso como debiera y apenas hubieron puesto sus pies en el tejado, fueron recibidos por un auténtico enjambre de balas. Lafayette y sus hombres repelieron el fuego, abatiendo a un par de guardias, aunque dos de los miembros de la banda también perdieron la vida en el intercambio.

Lafayette y sus hombres saltaron del tejado. Tras rodar por el suelo, el líder de la banda disparó su revolver contra uno de los guardias, volándole la cabeza. Sus hombres le imitaron abriendo fuego con sus escopetas: otro par de guardias cayeron y uno más resultó herido. Los vigilantes, sin embargo, parecían determinados a equilibrar la contienda y abatieron a otro par de asaltantes.

De un empellón, Lafayette abrió una de las puertas laterales del almacén y entró en el edificio con sus seis hombres, parapetándose rápidamente tras unas cajas. El propio Lafayette acabó con los dos primeros guardias que se atrevieron a entrar, abatiéndolos con su revólver. Cuatro más cayeron en la misma puerta bajo el fuego de las escopetas.

Como pudieron, los dos guardias que quedaban se parapetaron tras otro montón de cajas. Los hombres respiraron notablemente aliviados cuando Lafayette les ofreció la posibilidad de rendirse, de modo que no se demoraron a la hora de hacer que sus fusiles se deslizasen sobre el suelo en dirección a los asaltantes.

Los hombres de Lafayette se apresuraron en maniatar a los guardias, felicitándose por el éxito del asalto. Habían perdido cuatro hombres, pero eso solo suponía que tocaban a más para repartir. Después de todo, la vida del criminal era peligrosa y todos sabían a qué se exponían.

Tras sopesar una palanca de hierro que encontró tirada en el almacén, Lafayette se dispuso a abrir una de aquellas cajas. Tenía curiosidad por saber qué ocultaban aquellos nobles estirados en un almacén de Wehoot.

Casi se cae de espaldas al retirar la tapa.

Aquellas cajas contenían fusiles de chispa, bayonetas. Si cada uno de los contenedores tenía lo mismo, allí había armamento como para iniciar una pequeña guerra. Por primera vez en su vida, Lafayette tuvo la sensación de que había mordido una presa demasiado grande para él.

Armas... ¿Para qué querían armas? ¿Para qué tantas?

¡Dejadlo todo! -Le gritó a sus hombres. -¡Vámonos de aquí!

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