Veneno en la sangre - La ciénaga de la muerte (5/X)
Después de haber perdido a Kozaf y Ciera al ser atacados por un grupo de hombres lagarto acompañados de dos enormes cocodrilos amaestrados, los compañeros prosiguieron su camino hacia la misteriosa ciudad en ruinas donde esperaban encontrar el Diamante de Las Almas que, según habían descubierto recientemente, albergaba en su interior el alma de un celestial que fue sacrificado para poder encadenar en el pasado a Yzumath, el dragón de oscuridad.
Avanzaron por el pantano a través de la densa vegetación, con sus piernas cada vez más pesadas a causa el fango acumulado en las botas. La niebla había vuelto a levantarse algo antes del amanecer y entorpecía la visión. De cuando en cuando, para empeorar las cosas, alguno tropezaba con una raíz sumergida o metía el pie en una poza, cayendo de bruces a las turbias aguas.
Elatha y Lord Orvyn marchaban a la cabeza, seguidos de Valmer y Garrick; con Fendrel cerrando la comitiva. La guerrera utilizaba el asta de su lanza emplumada para tantear el terreno frente a ella, comprobando constantemente la profundidad.
De cuando en cuando, les sobresaltaba el repentino aleteo de una bandada de pequeñas aves carroñeras alzando el vuelo a su paso. En otros momentos, les parecía haber visto una sombra escabulléndose entre la niebla: ¿Quién podía saber si se trataba de un animal del pantano o un enemigo al acecho?
En un momento dado, fueron perfectamente conscientes de que se habían perdido. De algún modo, habían llegado a desorientarse hasta acabar trazando un enorme círculo en su camino que les había hecho perder casi toda la jornada. El hecho de que en aquella zona los árboles fueran demasiado delgados como para poder trepar a ellos no ayudaba en absoluto.
Faltarían un par de horas para que cayese el sol cuando todos se pusieron en alerta: alguien se acercaba, vadeando las aguas, hacia ellos.
No tardaron en ver a una hembra saurial que avanzaba con evidentes signos de agotamiento. Sostenía una de las toscas lanzas típicas de su pueblo, la cual clavó en el suelo fangoso antes de alzar ambas manos en señal de rendición.
Con precaución, Elatha se acercó para recoger su lanza antes de que todo el grupo la rodease. Fendrel echó un rápido vistazo a la zona, asegurándose de que no hubiese ningún hombre lagarto más en las cercanías.
La mujer lagarto, que dijo llamarse Ssellak, parecía herida y asustada. Les contó que era la hija del jefe de un pequeño clan tribal de sauriales. Dicho clan había intentado derrocar a Verrak, el actual caudillo de los hombres lagarto, pero había fracasado en el intento. Cuando Garrick le preguntó si sus hermanos de clan eran los sauriales empalados que habían encontrado a la entrada de la ciénaga, ella asintió con pesadumbre.
Verrak había ordenado a su mano derecha, Jec, que empalase a los traidores en el punto donde les había dado caza, como recordatorio de que nadie escapaba a la ira del caudillo. Ssellak había logrado escapar por poco de aquella carnicería y ahora vagaba por el pantano sobreviviendo a duras penas con la esperanza de, algún día, lograr convencer a otro clan saurial para que desafiase el poder de Verrak.
La mujer lagarto les indicó el camino hacia la ciudad sumergida de los sauriales, donde les dijo que encontrarían tanto a Verrak como a Jec, acompañados de unos pocos guerreros sauriales, sobre diez. Verrak era arrogante y no temía que nadie osara atacarle en su propia morada, lo que podía jugar a favor de cualquier fuerza hostil que se internase en las ruinas.
Ssellak les ofreció llevarles hasta las ruinas, e incluso cooperar con ellos en lo que fuera que quisieran hacer allí. La única condición que puso fue que la ayudasen a matar a Verrak y Jec, ya que la saurial quería vengar a su clan y, ¿por qué no?, tener la oportunidad de llegar a acaudillar a los hombres lagarto de la Ciénaga de Tisthon: mostrar las cabezas de Verrak y Jec a los jefes de los demás clanes podría ser un buen principio.
A pesar de las reservas de Fendrel y Lord Orvyn, el grupo decidió aceptar el pacto con Ssellak. De ese modo, el sacerdote curó las heridas de la mujer lagarto y todos se dispusieron a descansar. Aún no se fiaban del todo del nuevo integrante del grupo, de modo que no la asignaron ningún turno de guardia aquella noche.
Por la mañana, el grupo se puso en camino con Ssellak a la cabeza. La saurial les guiaba con bastante soltura a través del terreno traicionero, indicándoles donde había pozas o marañas de raíces que pudieran hacerles tropezar. Eran conscientes de que avanzaban a un ritmo bastante superior al esperado, lo que les reconfortó bastante.
Cerca del mediodía, llegaron a lo que Fendrel reconoció rápidamente como un santuario que, probablemente, los antiguos moradores del lugar había erigido a las afueras de su ciudad eones atrás. Decidieron hacer un alto para explorar el lugar.
El sacerdote encontró algunas inscripciones que señalaban el santuario como tierra sagrada de algún tipo de deidad de la prosperidad, un dios sin duda ya extinto del propio firmamento. Garrick buscaba posibles trampas en torno al altar, pero por desgracia sus habilidades no bastaban para detectar trampas mágicas como la que desató aquella explosión eléctrica. Con un aullido de dolor, el halfling cayó hacia atrás con su pequeño cuerpo envuelto en arcos eléctricos.
Las heridas eran terribles. De hecho, había faltado muy poco para que Garrick perdiese la vida debido a aquella trampa. Mientras Elatha acusaba a Ssellak de conocer la existencia de la trampa y la apuntaba con su lanza, Fendrel corría a usar sus poderes sanadores sobre el halfling.
Con su amigo ya recobrado, el sacerdote se acercó el mismo a inspeccionar el altar, con cautela. No tardó en encontrar bajo el pedestal la existencia de un compartimento secreto de tamaño considerable. Dentro del compartimento encontró un escudo que, según pudo saber a través de sus inscripciones, contenía el poder mágico de realizar ataques con fuego. Sin dudarlo, el sacerdote desechó su viejo escudo y tomó aquel que los antiguos dioses le acababan de ofrecer.
Mientras el grupo descansaba, Fendrel y Valmer convencieron a Elatha de que Ssellak no tenía manera de conocer la existencia de aquella trampa, pues esta era indetectable por medios mundanos y llevaba vinculada a ese altar desde tiempos inmemoriales. Finalmente, a regañadientes, la guerrera bajó su arma; aunque señaló que algo le daba mala espina en aquella mujer lagarto.
Continuaron su camino a través del pantano bajo la eficiente guía de Ssellak. En un momento dado, la saurial les hizo señas para que se ocultasen. Todos obedecieron al tiempo que aprestaban sus armas. Al poco rato, una patrulla de seis sauriales apareció vadeando las fangosas aguas. Las criaturas hablaban en su idioma, con despreocupación pero también con cierto mal humor.
Durante unos diez minutos que parecieron interminables, los sauriales permanecieron en las inmediaciones. Estaba claro que representaban un desafío relativamente asequible para el grupo, pero desconocían si había más patrullas cerca y no querían que el sonido del combate atrajese a más invitados indeseados.
Finalmente, los sauriales se marcharon hacia otro lugar de la ciénaga.
Según les dijo Ssellak, aquellos sauriales no pertenecían al clan de Verrak, sino que eran los escoltas de un emisario de otro clan menor, el cual había ido a informar a su caudillo de que, en aquella estación, su clan se retrasaría con los tributos. Según les había escuchado la mujer lagarto, Verrak había mandado ejecutar al emisario: ese era el mensaje que los guerreros debían llevar de vuelta al jefe de su clan.
Los compañeros prosiguieron su camino con el mayor sigilo posible para, a media tarde, llegar a los límites de la ciudad en ruinas. De entre la niebla, y totalmente invadida por la depravada vegetación del pantano, la ciudad estaba constituida de una gran cantidad de edificios de piedra que, aunque bastante desmoronados, aún se mantenían en pie. Muchas de sus calles estaban completamente anegadas por las fétidas aguas.
Ssellak les indicó el camino más favorable para aproximarse, aquel que, según sus palabras, podía mantenerles la mayor cantidad de tiempo lejos de las patrullas de sauriales que se movían por la ciudad. La idea de los compañeros era aguardar a la mañana siguiente, ocultos entre los muros de algún edificio en ruinas: a ninguno le apetecía que les cayese encima la noche combatiendo contra enemigos que veían en la oscuridad.
De ese modo, tomaron una de las calles anegadas para internarse en la ciudad desde el suroeste, caminando en el mayor silencio posible con aquella agua turbia entre las rodillas. El silencio era opresivo, roto tan solo por el zumbido de los mosquitos y el graznido ocasional de algún ave carroñera.
Fue entonces cuando el agua pareció explotar a su alrededor. Tres hombres lagarto emergieron abruptamente a la derecha del grupo y otros tres a la izquierda. Dos aparecieron desde una calle anexa a retaguardia y dos más hicieron lo propio a vanguardia, donde Ssellak ya se giraba hacia los compañeros con una maligna sonrisa que no dejaba duda alguna sobre el hecho de que les había conducido a una trampa.
¡Lo sabía!, gritaron Elatha y Fendrel al mismo tiempo.
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