Veneno en la sangre (T3) - Viejos enemigos (2/X)
Tras escapar por los pelos del pueblo de Grasspost para evitar ser linchados por una turba de aldeanos infectados del sarpullido negruzco, los compañeros vagaban por la llanura a oscuras y bajo el intenso aguacero intentando dar esquinazo a sus perseguidores. Si bien ninguno estaba herido de gravedad, se encontraban exhaustos y pronto tendrían que descansar.
Aún tardaron un par horas en dejar de escuchar las voces de sus perseguidores, que acabaron por perderse en el aguacero. Solo cuando Mira hubo retrocedido dando un rodeo para confirmar que no les seguían, se atrevieron a dejarse caer en la llanura. Allí mismo, sin cobijo alguno de la intensa lluvia o el frío, se desplomaron sobre el suelo encharcado para recuperar algo de aliento. No hicieron fuego alguno, no podían arriesgarse a que la persecución no hubiese finalizado.
Con el sol del nuevo día llegó el fin de la lluvia, lo que contribuyó a levantar algo el ánimo del grupo. Caminaron durante toda la jornada bajo un cielo que, poco a poco, se fue desencapotando y, con el sol poniéndose en el horizonte, llegaron a la linde del Bosque de Mirie.
Mirie era un bosque enorme y profundo, de árboles gigantescos. Los elfos habitaban allí desde tiempos inmemoriales y no recibían demasiado bien a los extraños. De hecho, cualquier no elfo que se adentrase en el bosque sin usar el Sendero de los Visitantes, era inmediatamente tomado por un intruso con malas intenciones y los elfos se reservaban el derecho a abatirle con sus flechas.
Mientras montaban el campamento, Elatha se percató de que Mira estaba bastante afectada. La semielfa llevaba muchos años sin pisar aquel lugar y sus emociones se debatían entre la nostalgia por el hogar de su infancia y el resquemor por una comunidad que nunca había llegado a aceptarla del todo.
El Sendero de los Visitantes era un camino bastante ancho que atravesaba el Bosque de Mirie hasta su corazón, donde se encontraba Lilaena Edhil, la legendaria ciudad de los elfos. A los lados del camino, enormes árboles de bellos y diferentes tonos de verdes se elevaban hasta las alturas mientras, a ras de suelo, las flores violetas y azules competían en hermosura con arbustos de un dorado tan magnífico que parecía realmente oro.
Mira abría camino, con Garrick marchando a unos pasos por detrás y tanto Elatha como Ingoff cerrando la comitiva, colocados cada uno a un flanco. Llevarían un par de horas avanzando cuando la exploradora tuvo cierta sensación de inquietud, no escuchaba apenas pájaros en aquel trecho de camino. Aguzó un momento los sentidos y, entonces, fue cuando el viento le trajo un ligero hedor a podredumbre.
-¡No muertos! -Gritó a sus compañeros.
Casi acompañando a las palabras de la semielfa, media docena de no muertos cayeron desde las copas de los árboles a varios metros del camino: tres al flanco derecho y otros tres a la izquierda, uno de ellos casi a retaguardia. Eran cuerpos esqueléticos, con la correosa piel pegada aún a sus cuerpos y vistiendo unos raídos harapos que apenas dejaban adivinar las ropas que un día fueron.
Ingoff se acercó rápidamente a Garrick y desplegó el área de espíritus guardianes en torno a él, a fin de que el pequeño halfling estuviese relativamente protegido de los no muertos. Mira, consciente de que el área de pequeños celestiales no podría cobijarles a todos, avanzó unos metros por el sendero y disparó sobre uno de los no muertos, aunque errando su tiro.
Viendo que los tres no muertos del flanco derecho rodeaban a Elatha, Garrick se escurrió bajo las piernas de Ingoff y, tras apuntar un segundo con su ballesta de mano, disparó sobre uno de los monstruos, arrancando un buen pedazo de su cráneo con el pequeño virote. La guerrera aguantaba como podía ante el embate de la multitud de enemigos.
Mientras retrocedía, ahora hacia la espesura, Mira alojó un par de flechas en el pecho de uno de los no muertos, que continuaba su avance impertérrito. Al mismo tiempo, Ingoff llegaba junto a Elatha para propinar un fuerte hachazo en el pecho de uno de los monstruos que acosaban a la guerrera. El hacha del paladín, rodeada de un fulgor dorado, chisporroteó cuando entro en contacto con la carne del cadáver animado.
Los no muertos atacaban con fiereza a la guerrera y el paladín, que a duras penas contenían las nauseas por el hedor de sus putrefactos cuerpos. Otro de los no muertos llegó hasta el borde del área protegida por los espíritus guardianes en la que estaba cobijado Garrick, pero se puso a rodearla con cautela: sabía que aquellos pequeños celestiales fantasmagóricos podían dañarle. El último de los no muertos continuaba intentando dar caza a Mira, que corría hacia atrás mientras ponía una nueva flecha en su arco.
El disparo de la exploradora falló, y la mujer se vio obligada a desprenderse del arco mientras echaba mano de la espada ante la alarmante proximidad de su oponente. El hedor del monstruo la golpeó como una vaharada pútrida, llegando a marearla ligeramente. Las garras del no muerto arrancaron algunas anillas de su camisote de mallas.
Elatha interponía el escudo con maestría, evitando las garras de sus oponentes. Sin embargo, Ingoff se tambaleó peligrosamente ante el violento empellón de uno de los monstruos. En ese mismo momento, el no muerto que acechaba a Garrick se atrevió a internarse en el área sacralizada: los pequeños celestiales se arrojaron sobre él en enjambre, haciendo humear su cuerpo y arrancando trozos de su carne reseca. Los dos zarpazos del monstruo fueron ágilmente esquivados por el halfling, que contraatacó cortando con su daga en la corva del ser.
La lanza de Elatha se incrustó en el cuello de un no muerto y, con un giro, la guerrera decapitó a su oponente casi a la vez que Ingoff partía en dos verticalmente al monstruo al que había herido previamente. Mira, aún mareada, agitaba su espada de un modo bastante inofensivo ante el no muerto que la acosaba. Las garras el monstruo arañaron el muslo de la exploradora, haciéndola gritar de dolor.
Elatha e Ingoff aguantaban con solvencia ante el par de enemigos con los que combatían mientras el no muerto que se hallaba en el área consagrada acababa por desmoronarse bajo el incesante hostigamiento de los pequeños celestiales, arrancando un grito de júbilo por parte de Garrick. El halfling, tras recoger su ballesta del suelo, salió corriendo del área para aproximarse a la retaguardia del monstruo que hostigaba a Mira. El virote de Garrick arrancó la mitad del cráneo al monstruo, salpicando el rostro de la semielfa de carne putrefacta y pedazos de hueso; aunque el no muerto seguía en pie.
La lanza de Elatha arrancó un buen pedazo del torso de su enemigo, haciendo volar costillas y carne pútrida por todas partes, pero sin lograr derribarlo. Mientras Mira, algo recompuesta de sus nauseas, intentaba mantener a su rival a raya con la espada, Ingoff hacía lo propio con su oponente.
Esta vez, el virote de Garrick terminó por arrancar la cabeza del monstruo que atacaba a la semielfa, cuyo cadavérico cuerpo se desplomó sobre el suelo del bosque. Mientras veía con el rabillo del ojo como Elatha incrustaba una vez más su lanza en el cuerpo de un no muerto, la exploradora corrió hacia el punto donde había dejado caer su arco para recuperarlo y colocar una flecha en la cuerda.
Garrick maldijo al errar un nuevo disparo, este contra el oponente de Elatha. Mira, por su parte, avanzó unos pasos y apuntó sobre el no muerto que tanto trabajo le estaba dando a Ingoff: la flecha impactó en el hombro, arrancando uno de los brazos de la criatura. El paladín aprovechó para atacar por ese flanco, arrancando la mitad del torso del no muerto con su hacha... con horror contempló como el ser seguía en pie tras aquello.
Esta vez, el certero disparo del halfling impactó en pleno cuello del monstruo que combatía con Elatha, decapitándolo. La guerrera aprovechó entonces para colocarse junto a Ingoff y, con un barrido de su lanza, partir por la mitad el cadavérico cuerpo del último no muerto.
Finalizado el combate, los compañeros comenzaron a examinar los cuerpos de los no muertos. Mientras lo hacían, Mira informaba a sus compañeros de que aquellos seres eran mucho más fuertes que los que habían atacado Rimewind. Además, les dijo inequívocamente que aquellos cuerpos pertenecían a elfos.
Las elucubraciones de los compañeros fueron interrumpidas de pronto por la súbita aparición de seis elfos. Cinco de ellos eran claramente soldados, mientras que la mujer que los comandaba era, a todas luces, una maga. Cuando los arcos de los soldados se tensaron hacia ellos, Mira se adelantó mientras retiraba el cabello dejando ver sus orejas puntiagudas.
La mujer, de porte regio y mirada penetrante, se adelantó a sus guerreros. Dijo llamarse Lyrendë, y lamentar mucho el tener que dar una bienvenida tan poco elegante a aquellos que se hallaban en el Sendero de los Visitantes, pero las cosas parecían haberse complicado mucho en el Bosque de Mirie últimamente.
La elfa escuchó con atención a Mira cuando la exploradora le indicó que aquellos no muertos eran elfos. Lyrendë aseveró que eran necrarios, animados por algún tipo de magia oscura. Además, la maga estaba segura, por los raídos restos de sus ropas, que aquellos cadáveres provenían del cercano Túmulo de Soveneiros.
Antes de decidir si dejaría que los compañeros se acercasen siquiera a Lilaena Edhil, la elfa exigió que sus hombres les examinasen en busca de indicios del sarpullido negruzco. Antes de que hubiese acabado de hablar, Garrick ya se había desnudado y Elatha estaba más o menos a la mitad. Ingoff y Mira se mostraron algo reticentes a hacerlo, aunque finalmente tuvieron que ceder.
Elatha, que sonreía lascivamente al elfo que examinaba su cuerpo desnudo, se fijó en que un par de aquellos soldados miraba con bastante desprecio a Mira, quizá incluso con uno mayor del que miraban al resto. Llevando la exploradora sangre elfa, esto le llamó la atención.
Tras comprobar que ninguno estaba infectado por el sarpullido negruzco, Lyrendë se ofreció a guiarles hasta Lilaena Edhil. Según iniciaban el camino, Elatha le preguntó a Mira acerca de la actitud hostil de alguno de sus congéneres hacia ella. La exploradora le contó, con evidente dolor en el alma, que algunos elfos consideraban su sangre mestiza casi un pecado contra la naturaleza.
-Follar es follar. -dijo Elatha, arrancando una sonrisa de su compañera – Da igual cómo tengas las orejas.
El sinuoso Sendero de los Visitantes les llevó a través de bellos claros, pasando junto a pequeños arroyos con modestas cascadas y un despliegue de flora maravilloso a ojos de los que nunca habían estado en aquel bosque. Garrick y Mira, sin embargo, se percataron de que algunos árboles presentaban extrañas manchas negruzcas que parecían supurar un líquido viscoso. Los animales parecían también más agresivos, como inquietos.
Llegando a un claro, se toparon con la inesperada visión de una enorme cierva infectada por el sarpullido negruzco. Sin dudarlo un segundo, Mira colocó una flecha en su arco y abatió al animal de un certero disparo. Cuando miró a Lyrendë en busca de aprobación, solo encontró indiferencia.
Un poco más adelante, encontraron una enorme roca sobre la que alguien había escrito de un modo bastante caótico empleando la lengua de los elfos. Se había usado sangre de algún animal para escribir mensajes entre los que Mira tradujo a sus compañeros cosas como “nos ha mostrado la verdad” o “nuestro amo ahora desencadenado” y, sobre todo una palabra que se repetía una y otra vez: Yzumath. A Garrick todo aquello le recordaba bastante a los mensajes que, tiempo atrás, encontrase escritos en la cabaña de los bandidos que él y sus difuntos amigos enfrentaron en Rivergreen.
Hicieron noche junto al camino, en un lugar elevado que permitía ver a lo lejos las altas y marmóreas torres de Lilaena Edhil. Lyrendë les informó de que llegarían a su destino mediado el día siguiente. Del mismo modo, les dijo que aquella noche serían sus hombres los que montasen guardia.
Aquella noche, junto al fuego, Garrick intentó interactuar con algunos de los soldados elfos. Si bien estos se mostraron desconfiados y cortantes cuando les dijo que los compañeros estaban allí en una misión diplomática encargada por el rey Amodius, finalmente acabaron simpatizando con aquel pequeño halfling que tan maravillado parecía con su bosque y con las armas y armaduras de factura élfica.
Ingoff aprovechó para sentarse junto a Lyrendë, alejándose discretamente unos centímetros cuando se percató de que la excesiva proximidad incomodaba a la elfa. El paladín le preguntó acerca del Túmulo de Soveneiros.
Con voz queda y la mirada perdida en la distancia, Lyrendë le comenzó a contar que en el corazón del Bosque de Mirie, donde los árboles susurraban secretos ancestrales y las estrellas parecían más cercanas, se erigió el Túmulo de Soveneiros. Este lugar, un montículo cubierto de musgo brillante y flores que nunca marchitaban, guardaba la esencia de uno de los más grandes héroes élficos y su leal guardia. Según contaban los ancianos, Soveneiros fue un general de los elfos durante la guerra contra Yzumath, que antaño parecía tan lejana.
Soveneiros lideró a su guardia, un grupo de treinta guerreros elegidos por su valor y competencia, hasta las Tierras Altas de Hanlecke, la última línea de defensa antes de Yzumath subyugara la totalidad de Vracone. Allí, enfrentaron un ejército diez veces mayor, con criaturas que parecían forjadas de pesadillas. A sabiendas de que no habría victoria, Soveneiros pronunció las palabras que se habían convertido en un juramento sagrado para los elfos: "Si caemos, no lo hará nuestro recuerdo, pues somo eternos y puros; como la luz de las estrellas". Inspirados, sus guerreros lucharon con tal furia y gracia que su sacrificio logró contener al dragón de oscuridad el tiempo suficiente para que el ritual de encadenamiento tuviese lugar e Yzumath fuese derrotado.
Tras la batalla, los hombres de las Tierras Altas devolvieron los cuerpos de Soveneiros y su guardia a Mirie y los elfos llevaron a sus héroes al claro donde ahora se alzaba el túmulo. Las raíces de los árboles formaron un manto protector sobre ellos, y las flores que crecieron allí adquirieron un brillo plateado, como el fulgor de las estrellas. Se decía que, en noches serenas, si uno se acercaba al túmulo y cerraba los ojos, podía escuchar el canto lejano de los guerreros, un eco de su sacrificio que perduraba más allá del tiempo.
Por eso, cuando los elfos jóvenes se aventuraban al bosque, sus padres les enseñaban a inclinarse ante el Túmulo de Soveneiros. No solo era un lugar sagrado, sino un recordatorio de que incluso en la oscuridad más profunda, el valor y la luz pueden prevalecer.
La risa amarga de Mira pareció sacar de su trance a Lyrendë. La exploradora dijo, casi en un susurro, que ella había estado junto al Túmulo de Soveneiros y podía asegurar que el musgo no brillaba allí y que, desde luego, más que flores inmaculadas era maleza y mala hierba lo que allí crecía. La maga le lanzó una mirada cortante a la semielfa, pero no dijo nada. Ingoff si pudo escuchar como uno de los soldados élficos hacía algún tipo de comentario despectivo en su lengua hacia la exploradora.
Intentando romper la tensión, el paladín sugirió a la hechicera la posibilidad de visitar el túmulo a fin de recabar pistas sobre lo allí sucedido. Quizá pudiesen realizar algún hallazgo que les condujese hasta quien fuese que hubiera animado aquellos cuerpos. A la maga le pareció una buena idea y, además, no tendrían que desviarse más de media jornada en su camino. Si todo se daba bien, al caer la noche podrían estar llegando a Lilaena Edhil con algunas respuestas obtenidas en el Túmulo de Soveneiros.
Así, a la mañana siguiente abandonaron el Sendero de los Visitantes y comenzaron a atravesar el Bosque de Mirie hacia el norte. Aunque la majestuosidad del bosque arrebataba el aliento, continuaron viendo aquellas manchas negruzcas en los árboles y algunos animales más aquejados del sarpullido negruzco.
Cuando llegaron al Túmulo de Soveneiros, lo que encontraron no se parecía demasiado a la bella leyenda élfica narrada por Lyrendë. Aquello era poco más que una colina cubierta de musgo con una entrada oscura rodeada de árboles ennegrecidos por el sarpullido negruzco. El aire era frío y pesado en el lugar, cada vez más según se acercaban a aquella puerta cuyo sello de piedra ahora estaba apilado a un lado en forma de montaña de escombros.
Desde la oscuridad, una serie de susurros, quizá gruñidos, parecieron llegar flotando en el aire. Mientras encendía una antorcha, Ingoff miró hacia la oscuridad y un susurro escapó de sus labios.
-El Mal anida aquí dentro...

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